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A vueltas con d’Hondt

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Desde las elecciones de 1977 usamos las mismas reglas para traducir las preferencias electorales de los votantes en un determinado reparto de escaños en el Congreso de los Diputados. Estas reglas (en parte constitucionalizadas en 1978, en parte recogidas en la Ley Orgánica del Régimen Electoral General) han permanecido en lo fundamental inalteradas desde la transición, y consisten básicamente en tres elementos: i) el uso de la provincia como el ámbito en el que se reparten los escaños; ii) el establecimiento de un mínimo número de representantes (dos) para cada provincia, y iii) el uso del algoritmo de d’Hondt para producir un reparto de escaños a partir de una distribución de votos.

Existen pocas dudas sobre los incentivos que informaron el diseño de estas reglas: el que muchos escaños se repartieran en provincias pequeñas otorgaba un premio de representación a los partidos grandes, la notable sobrerrepresentación de las provincias menos pobladas (lo que los politólogos llaman “malapportionment”) beneficiaba a los partidos de ideología más conservadora, y la asignación proporcional de escaños dentro de cada provincia minimizaba el riesgo de que una posible división en el bloque del centro-derecha se tradujera en una mayoría parlamentaria de la izquierda. En perspectiva comparada, nuestro sistema adoptaba un modelo de representación proporcional, pero corregido por el hecho de que el reparto de escaños se hacía a escala provincial, lo que beneficiaba a los partidos grandes y limitaba la fragmentación parlamentaria. Nuestro sistema es “más proporcional” que los sistemas mayoritarios, como el británico o el francés, pero “más mayoritario” que los proporcionales, como el alemán o el holandés.

El sistema no ha dejado de recibir críticas: para algunos, el uso de la fórmula de d’Hondt hace que la traducción de votos a representantes no sea proporcional (no es cierto: el culpable de la desproporcionalidad es el uso de la provincia como circunscripción); para otros, el sistema sistemáticamente favorece a los partidos de ámbito subestatal (tampoco es cierto: la proporción de escaños de estos partidos no es mayor a la proporción de votos que obtienen). A pesar de las críticas, el sistema ha sido capaz de sobrevivir sin apenas cambios durante 40 años, haciendo posible la formación de gobiernos de diferente signo, con mayorías absolutas y sin ellas, y ha facilitado la representación y la inclusión de las minorías. Desde 2015 convive razonablemente bien con el multipartidismo.

En un influyente artículo de 2011, los politólogos John Carey y Simon Hix (“The Electoral Sweet Spot: Low‐Magnitude Proportional Electoral Systems”, American Journal of Political Science, 55(2): 383-397), defienden la tesis de que los sistemas proporcionales en el que el tamaño medio de las circunscripciones es pequeño (entre tres y ocho diputados) eran la forma óptima de combinar los beneficios de los sistemas proporcionales (una traducción fiel de las preferencias de la población en la composición del parlamento) con las de los mayoritarios (limitar la fragmentación y facilitar la formación de mayorías parlamentarias de gobierno). En España el tamaño medio de la circunscripción es algo menos de siete diputados, por lo que nuestro modelo caería, de acuerdo a su análisis, dentro de ese “punto dulce” de los sistemas electorales de Hix y Carey.

La llegada de la competición multipartidista ha hecho, sin embargo, volver a cuestionar la limitada proporcionalidad de nuestro sistema, abriendo de nuevo el debate sobre la idoneidad del algoritmo de d’Hondt para asignar escaños. Así, en las elecciones de 2016, el Partido Popular logró obtener el 39 % de los escaños del Congreso con solo el 33 % de los votos, mientras que Ciudadanos solo logró un 9 % de las actas aunque obtuvo el 13 % de los votos. ¿Podemos repartir de forma diferente los escaños para que esto no ocurra?

 

El funcionamiento del algoritmo de d’Hondt es sencillo y matemáticamente elegante: se dividen los votos obtenidos por cada candidatura por los escaños a repartir en la circunscripción (por 1, por 2, por 3, …), y se asignan escaños a los partidos con cocientes más altos. Si en una elección tenemos que elegir a tres representantes, y el partido A logra 1.000 votos, el B 800, y el C 490, el algoritmo de D’Hondt nos dice que el primer escaño sería para el partido A (1000/1=1000), el partido B obtendrá segundo (800/1=800), y el partido A obtendrá el tercero (1000/2=500). El partido C, con el 21 % de los votos, no obtendría ningún escaño. Si esto ocurre en muchas circunscripciones, un partido mediano sería fuertemente penalizado en términos de representación. ¿Es eso justo? Para algunos, la solución sería optar por un método diferente al de d’Hondt que sirviera para ayudar a las listas pequeñas a obtener representación. Así, la fórmula Sainte-Laguë calcula los cocientes para obtener escaño de forma diferente, dividiendo los votos no entre 1, 2, 3, 4… como d’Hondt, sino entre 1, 3, 5, 7,… En nuestro caso, con esta fórmula, el tercer escaño habría ido para el partido C (490/1 es más que 1000/3). Podemos y Ciudadanos han mostrado que el uso de esta fórmula habría generado una mejor proporcionalidad a nivel agregado, y por ello han defendido su adopción. Como el uso del algoritmo de d’Hondt no está en la Constitución, sino en la LOREG, no sería especialmente complicado cambiarlo.

EJEMPLO DEL ALGORITMO D’HONDT CON 3 PARTIDOS POLÍTICOS

PARTIDO A - 1000 VOTOS - 2 ESCAÑOS       

PARTIDO B - 800 VOTOS - 1 ESCAÑO      

PARTIDO C - 490 VOTOS - 0 ESCAÑOS 

Sin embargo, una cosa es que el uso de esta fórmula en circunscripciones pequeñas genere resultados más proporcionales y otra es que la fórmula en sí lo sea. De hecho, la fórmula Sainte-Lagüe ha sido criticada precisamente porque genera resultados poco aceptables desde el punto de vista normativo, como premiar la fragmentación. Para Saint-Lagüe, pesan más los 490 votantes del partido C que los 500 votantes del partido A que no hacían falta para obtener el primer escaño. Para verlo mejor, con esta nueva fórmula, al partido A le habría venido bien haber presentado dos listas, A1 y A2, dividir sus votos entre ellas, incluso perder algún voto por el camino (pongamos que obteniendo 495 votos cada una), y obtener así más representantes que de haber concurrido en una única lista con 1.000 apoyos. Este premio a la fragmentación es sencillamente imposible con d’Hondt, que logra maximizar la proporcionalidad sin penalizar la concentración del voto. Podemos, por tanto, optar por fórmulas que corrijan algo la desproporcionalidad agregada, pero mientras no cambiemos los tamaños de las circunscripciones, esto tendrá que ser a cambio de alterar algo artificialmente los mecanismos de asignación de escaños a escala individual.

En resumen, nuestro sistema electoral no es el ideal (ninguno lo es, para una propuesta de reforma sensata y bien articulada, véase Alberto Penadés y José Manuel Pavía, La reforma electoral perfecta (Catarata, 2016)), pero está entre los que combinan razonablemente bien representación y gobernabilidad. La fórmula d’Hondt no es la culpable de la desproporcionalidad y ofrece saludables virtudes que tiene sentido preservar. Nuestras principales anomalías en términos comparados están en otros sitios: el enorme peso electoral (excepcional en términos comparados) de las circunscripciones menos pobladas, y el extravagante sistema con el que elegimos al Senado.

 

José Fernández Albertos

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