Dos árboles como símbolos
Se podría afirmar, sin mucho riesgo de incurrir en una grosera generalización, que en 1985 los españoles se sentían mayoritariamente optimistas, al menos desde el punto de vista político: hacía 10 años que se había muerto el dictador; se había hecho una Constitución que parecía ir funcionando; se había instalado en el poder un partido de izquierdas, tras 40 años de pertinaz sequía y, encima, estábamos a punto de ser admitidos en la llamada Comunidad Económica Europea, después de largas, engorrosas y aparentemente mezquinas negociaciones. Quedaba, apenas, algún obstáculo político que había que superar, como el reconocimiento del estado de Israel, porque el otro gran obstáculo de la pertenencia de España a la OTAN se había acabado de resolver con una ración de “donde dije digo, digo Diego”, que tragamos quienes nos habíamos manifestado en contra del ingreso en la odiada estructura militar imperialista y habíamos votado “no” en el referéndum convocado al efecto.
En esas circunstancias, el entonces presidente del CSIC, Enrique Trillas, y este humilde servidor de ustedes, a la sazón vicepresidente de Relaciones Internacionales, decidimos ir a Israel a firmar un convenio de cooperación con el Instituto Weizmann y a renovar un viejo y modesto convenio que el Consejo mantenía con la Universidad Hebrea.
Un primaveral domingo 24 de marzo de 1985 aterrizamos ambos en el aeropuerto internacional de Tel Aviv y, como los trámites de entrada en el país eran especialmente engorrosos para los viajeros de países que no reconocían aquel estado, tardamos tanto en los trámites aduaneros que al salir no había ya nadie del Instituto Weizmann esperándonos.
Cogimos entonces un taxi y le pedimos que nos llevase a un hotel a Rehovot, donde tiene su sede el Weizmann. En Rehovot no hay ningún hotel, nos dijo el taxista mirándonos con un cierto mosqueo por el retrovisor. Pues llévenos entonces, por favor, a un hotel a Tel Aviv, le dije. ¿A qué hotel? preguntó el suspicaz taxista, Al que usted elija, porque no conocemos ninguno, contesté; al fin y al cabo, el plan era que nos recogieran en el aeropuerto y nos alojasen en una residencia del propio Instituto.
Tras un trayecto relativamente largo, entramos en Tel Aviv y el taxi, tras callejear por un barrio lleno de garitos con luces rojas (¿Shapira?), nos dejó en la puerta de un hostalillo de tres o cuatro pisos con un aspecto no muy confortable. En el mostrador de la entrada un hombrón con barba de dos días y camiseta de tirantes comía una galleta. Buenas tardes, queríamos dos habitaciones, o una con dos camas.- No tenemos habitaciones con dos camas pero, ¿por cuánto tiempo, media hora, una hora…? -No, no, por una noche.- Solo está libre la habitación número 5 del tercer piso, pero no hay ascensor.-¿Tiene aseo o cuarto de baño?.- Sí, claro. ¿Ustedes gustan? y nos ofreció compartir la galleta que estaba comiendo. No, muchas gracias, muy amable.
Cuando nos vimos en la habitación, dejamos las maletas sobre la cama y soltamos sendas carcajadas por el lugar tan poco santo al que nos habían llevado en Tierra Santa.
Bajamos tras lavarnos las manos, preguntamos al hospitalario conserje por algún restaurante típico del barrio y nos indicó uno encantador, atendido y servido por dos ancianos octogenarios con kipá. Cenamos una comida kosher muy aceptable y regresamos a nuestro pintoresco alojamiento israelí.
A la mañana siguiente nos enteramos del revuelo producido por nuestra incomparecencia, que tenía en vilo a la Oficina de negocios española y al Instituto Weizmann. Una vez localizados en aquel barrio, una versión a escala de Sodoma y Gomorra, nos recogieron en un coche oficial en el que nos llevaron a Rehovot y tuvimos que contar una y otra vez nuestra aventura entre el regocijo de los anfitriones.
Las negociaciones fueron fáciles y gratas, porque ambas partes teníamos ganas de agradar y enseguida nos pusimos de acuerdo en los términos del convenio.
Habíamos descubierto al entrar en el campus del Instituto en Rehovot que su emblema era un frondosísimo árbol y, como el CSIC también tiene este motivo en su distintivo institucional, decidimos solemnizar nuestra recién iniciada relación plantando sendos árboles, uno por el Consejo y otro por el Weizmann, en nuestros respectivos campus.
Supimos que el árbol del Weizmann representaba el árbol bíblico del bien y del mal, del que habla el Génesis y que, por lo tanto, no tenía ninguna referencia botánica precisa. Le dijimos que el nuestro era un granado, Punica granatum, que se había asignado al Arbre de ciencia de Ramón Llull y les propuse entonces que podíamos elegir como árbol del Weizmann el Cercis siliquastrum porque en español no solo se llama “árbol del amor”, sino también “árbol de Judea”.
Les pareció una excelente propuesta y así se acordó.
Al volver a Madrid, el presidente Trillas ordenó con motivo de un congreso hispano-israelí, que se realizó poco después, que se plantasen los árboles representativos de ambas instituciones, lo que se realizó con una pompa algo impostada.
Entonces no existían ni fax, ni correo electrónico, ni WhatsApp, ni otros sistemas de comunicación instantánea que tenemos hoy; sólo había un venerable télex desde el que, más o menos a mediados de marzo, yo enviaba un mensaje que decía: Han florecido ya los árboles del Weizman y el CSIC.
Si hubiera sido hoy, les habría mandado una fotografía en color por WhatsApp.
Lo curioso de la aventura es que este humilde corresponsal de Newsletter recibió al regreso de Israel una cómica reprimenda del Ministerio de Asuntos Exteriores, por haber ido a Israel y haber firmado un convenio sin permiso oficial. La llamo “cómica”, porque ya conocen los ¿miles de? lectores de estas páginas la arrogancia que suele gastar el CSIC frente a ese tipo de reprimendas ministeriales, habitualmente recibidas a beneficio de inventario.
Es el caso, además, que poco después, en una entrevista a Felipe González, el corresponsal extranjero le preguntaba que para cuándo se establecerían las relaciones con Israel y el presidente le decía que estaban al caer, porque hasta el CSIC había firmado recientemente un convenio de Colaboración con el Instituto Weizmann.
Texto: Javier López Facal
Fotografías: Yaiza González/CSIC Comunicación
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