Olivia de Miguel: “Virginia Woolf es un icono, un eslogan, pero ha sido muy poco leída"
La autora reflexiona sobre “la mirada del traductor” en una nueva publicación editada por el CSIC para celebrar el Día del Libro
La autora reflexiona sobre “la mirada del traductor” en una nueva publicación editada por el CSIC para celebrar el Día del Libro
Filóloga de formación, Olivia de Miguel (Logroño, 1948) lleva cerca de cinco décadas dedicada a la traducción literaria, un oficio y una pasión que durante muchos años ha compaginado con su actividad como profesora en la Facultad de Traducción de la Universidad Pompeu Fabra. En Apasionadas preferencias. La mirada del traductor (Editorial CSIC, 2025) realiza un ejercicio de introspección para contar su relación personal e intelectual con algunos de los libros sobre los que ha trabajado: la Poesía completa de Marianne Moore, obra por la que De Miguel fue galardonada con el Premio Nacional de Traducción 2011; los Diarios de Virginia Woolf; la Autobiografía de G. K. Chesterton; y 1984, de George Orwell. Conversamos con ella a propósito de esta nueva publicación, editada en acceso abierto por el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) con ocasión del Día del Libro 2025.
En tu libro no hablas tanto de la traducción literaria como un oficio o una profesión, sino más bien como una pasión. ¿Qué pasiones son las que te impulsan a traducir?
La primera pasión es la de la lectura y, si un texto me interpela directamente, también surge un deseo de apropiación: de hacerme con él, de desmontar esa urdimbre y volverla a montar utilizando mis propios materiales. En el libro no hablo desde el punto de vista profesional de la traducción porque he tenido otras profesiones –durante muchos años fui profesora de enseñanza media y luego de universidad–, de tal manera que he podido elegir siempre lo que quería traducir. La traducción era mi pasión; lo otro era mi trabajo, aunque también lo he disfrutado.
¿Se puede traducir desapasionadamente?
Yo creo que sí y seguro que hay muchos traductores que te dirían que incluso mejor, que la falta de pasión es una gran ventaja. Pero yo hablo de lo que me impulsa a traducir. Y a mí me resultaría muy difícil hacerlo sin pasión. Una profesión como la de traductora literaria exige concentración, saberes diversos y autodisciplina. Y todo eso en contraste con una pobre remuneración. Me resultaría imposible pensar que la gente lo hace si no tiene otras compensaciones.
Has traducido los Diarios de Virginia Woolf, cinco volúmenes escritos a lo largo de 26 años. ¿Desmontan estereotipos?
Muchos, pero sobre todo dos. Uno es que se trata de una autora elitista, aristocrática, que vive en una torre de marfil y no está interesada más que en lo propio. Cualquiera que lea los Diarios puede comprobar que es una mujer con una tremenda actividad física e intelectual: camina kilómetros, anda en bicicleta, escribe cientos de artículos para los periódicos y las revistas más importantes de su época, asiste a la ópera y a reuniones de intelectuales o con mujeres obreras, da conferencias, se interesa por lo que pasa y por la vida política, deja constancia de acontecimientos sociales importantes como la huelga de 1926, de la actitud de los intelectuales en las guerras mundiales o del papel de la prensa… Todo eso son testimonios de una persona que está interesada e inmersa en el mundo. Por otra parte, los diarios desmienten el cliché interesado de su fragilidad. Virginia Woolf sufrió dolores importantes, físicos y mentales, y tuvo lo que hoy los psiquiatras denominan un trastorno maníaco depresivo o bipolar. Hubo momentos muy difíciles en su vida. Pero ella es una mujer tremendamente fuerte, con capacidad para asumir eso, darle la vuelta y sacarle incluso un jugo literario. En sus diarios declara muchas veces que es profundamente feliz. Creo que esa insistencia en su fragilidad es un intento más de fragilizar a las mujeres. En este caso, a una tremendamente fuerte capaz de revitalizar la novela del siglo XX y de crear unos ensayos imprescindibles sobre la función de la literatura y las mujeres a lo largo de la historia. Una mujer que seguramente ha sido muy utilizada como eslogan, como icono, pero desde luego muy poco leída y muy poco entendida.
¿Qué desafíos representó para ti traducir una obra tan extensa?
El primero fue un desafío físico, porque me llevó cinco años, a libro por año. Son libros de más de 600 páginas cada uno, que requieren bastante investigación porque ha pasado mucho tiempo desde que se escribieron. También tuve que prestar atención a la temporalidad y la fragmentariedad. En un diario escrito a lo largo de 26 años la fragmentariedad es enorme. Una novela se escribe a lo largo de uno, dos, tres años. Uno lee el principio y puede coger el tono y ponerse a escribir en ese tono. Pero en libros escritos a lo largo de tantos años el tono va cambiando imperceptiblemente. El personaje va creciendo y tienes que reentonar constantemente. Otro factor que hay que tener en cuenta es la coherencia. En textos que se van alargando tanto en el tiempo puede ser que, lo que en un momento te parece acertado, 300 o 400 páginas más allá, no.
También has traducido la Autobiografía de Chesterton y dices que te hizo cambiar de punto de vista…
Crecí en el franquismo, es decir, en un tiempo en el que había una censura férrea. Era un prejuicio, pero desconfiabas de los autores que dejaban pasar. Chesterton tiene un protagonista que es el padre Brown y él mismo se convirtió al catolicismo cuando era ya mayor. Yo sospechaba que sería un mojigato insoportable, pero estaba muy equivocada. Y eso me encanta: que la traducción te haga resituar tus prejuicios y cambiar tus puntos de vista. Chesterton es un hombre de la middle class, un conservador con un estilo insuperable –en su maravillosa Autobiografía de 400 páginas no te enteras de ningún detalle de su vida privada, lo cual es toda una proeza–, pero disfrutaba con la confrontación. Las discusiones que tuvo con un autor como Bernard Shaw durante años son una maravilla y un ejemplo de cómo se puede disentir y, sin embargo, ser impecable y educado con el contrincante. A mí eso, en este mundo en el que vivimos hoy en día, me hace llorar de emoción. Quiero decir que el catolicismo de Chesterton no se parece en absoluto al de un autor católico de la España de la época, porque, mientras que ser católico en la España de los años 50 del pasado siglo era una cuestión de sí o sí, en la Inglaterra anglicana de los años 30 y en la clase social a la que pertenecía Chesterton ser católico significaba una rebeldía contra el establishment.
Algo parecido te sucedió al traducir 1984, de George Orwell, ¿verdad?
Orwell es otra historia. Creo que es un ejemplo de la tontería de algunos censores. Como 1984 empieza hablando del English Socialism como el reino del Gran Hermano, el censor debió de equivocarse y pensar que era uno de los suyos. No se enteró de que Orwell había sido un luchador antifranquista en la Guerra Civil ni de que era un hombre que estaba en contra de cualquier totalitarismo, fuera el fascismo, el nazismo o el comunismo. Orwell es un hito importante en mis traducciones sobre todo por la neolengua: esa reescritura constante de la historia y esa destrucción de la palabra que tanta actualidad tiene hoy en día. La neolengua de Orwell es impuesta por un poder que quiere destruir el lenguaje, estrecharlo, borrar todo lo que tiene de irregular, hacer que no sea posible el pensamiento, porque pensamos con palabras y, si no hay determinadas palabras, no hay pensamiento. Desde el punto de vista ideológico, esto es tremendo. Pero desde el punto de vista de la traducción también es increíble porque supone la reinvención de un nuevo lenguaje en español. Cuando Orwell dice que a partir de un momento las palabras de uso cotidiano serían un solo sonido staccato monosílabo, por ejemplo, run, sugar, come, no puedes traducir sin entrar en una contradicción interna, porque run en español es correr, come es venir, sugar es azúcar… Evidentemente no son monosílabos, y, por tanto, no se puede simplemente traducir, sino que hay que buscar verbos y sustantivos de uso cotidiano, aunque no tengan nada que ver con el azúcar o el correr.
También has traducido, casi por empeño propio, la poesía completa de Marianne Moore, una autora que decía que no le gustaba la poesía. ¿Qué explica tu fascinación por ella?
Moore tiene un poema que dice: “A mí también me disgusta. / Al leerla, sin embargo, con absoluto desdén, uno descubre en ella, / a pesar de todo, un lugar para lo genuino”. Has visto qué reticencia, ¿no? Claro que le gusta la poesía, porque escribe desde los 17 a los 80 años non stop, pero aquí nos está diciendo qué poesía le gusta y cuál no. Está reaccionando seguramente contra dos tradiciones: la de las poetisas, las mujeres que escriben poesía amorosa y sentimental, y la tradición del siglo XIX. ¿Qué me fascina de ella? Al cabo de tantos años, me fascina casi todo. Hay una frase del poeta Randall Jarrell que dice: “lo que entiendo de ella me encanta y lo que no entiendo me gusta todavía más”. Y eso fue lo que me pasó cuando la descubrí. Pensé: “hay algo importante aquí, tienes que dar con el abracadabra”. La suya no es una poesía difícil, oscura de por sí. Es una poesía de alguien que tiene profundos sentimientos y que por eso huye de la sentimentalidad convencional y lo autobiográfico. Se protege y protege su escritura como un pangolín, uno de sus animales icónicos que da título a uno de sus libros, ese animal acorazado lleno de escamas duras que ante el peligro se hace una bola inexpugnable que nadie puede abrir. Esa imagen de la gracia física y espiritual de alguien que se oculta, que oculta sentimientos poderosos, es de las cosas que me emocionan más de ella. Por otra parte, es una poeta de una exigencia increíble. A lo largo de toda su vida poda su escritura y va eliminando lo superfluo. Y después de todos esos años nos deja una obra completa de 120 poemas con una formulación muchas veces elíptica, porque no cierra sus poemas, sino que las conclusiones quedan abiertas. Y otra cosa que me encanta es la capacidad que tiene de establecer relaciones entre fragmentos de la experiencia muy alejados entre sí y cómo los relaciona para darles un nuevo valor, un nuevo sentido.
Aunque su poesía no era autobiográfica, si lo hubiera sido quizás habría resultado interesante…
Seguramente. Ella era también un personaje muy curioso. Por ejemplo, era admiradora de Mohamed Alí, el boxeador. Los dos tienen una foto maravillosa en un restaurante de Manhattan: ella chiquitina, aunque con un sombrero de charol impresionante, al lado de él, un peso pesado. Es muy gracioso verlos juntos... Adoraba la precisión de los atletas y los deportistas. Le encantaba esa precisión en el golpe, en el movimiento del brazo, en lo que fuera, y que no hubiera nada superfluo, igual que en su poesía. También era amante del béisbol. A sus 80 años, los Brooklyn Dodgers la invitaron a hacer el saque de honor. Es un personaje fascinante.
A la hora de traducir poesía, ¿cómo encuentras el equilibrio entre la forma y el sentido preciso de las palabras?
Creo que el fondo es la forma. La palabra poética es fondo y forma. Pero entiendo lo que me quieres decir… Moore no se somete a unas formas poéticas previas. Lo que hace es crear su propia estrofa con unas pautas que ella se marca y después escribir las otras estrofas sometiéndose a la creación de la primera. Cuando le preguntaron si planificaba su estrofa, ella, que tenía formación científica y era bióloga, dijo: “no, las palabras se van uniendo como cromosomas hasta formar un ente vivo”. Seguramente eso me ha liberado mucho, porque no me ha hecho someterme a unas formas previamente fijadas en la tradición. Esa forma orgánica de los poemas en la que todo se ensambla, esa adjetivación prenombre del inglés, en ella alcanza unas proporciones que te las ves y te las deseas para organizar el texto. Pero la suya es una poesía muy filosófica, donde la organización del discurso y lo visual es mucho más importante que lo fónico.
¿Cuál es el papel del traductor? En el libro dices que no inventa pero escribe. Sin embargo, ¿no sería más justo decir que reescribe? Es más, en ese ejercicio, ¿no está condenado a traicionar de alguna forma el texto original?
Veo una carga moral importante en tu pregunta: los condenados, la traición… Habría que preguntarse: ¿traición a quién o a qué? No hay un sentido original, como no hay un pecado original. Babel es una metáfora, un mito. Todos los textos son traducciones de otros. El amor, la traición, el asesinato: todos los temas están ya escritos. Lo que pasa es que cada autor los formula de un modo distinto y esa formulación es a lo que el traductor debe estar atento. El traductor tiene que ser en primer lugar un lector: el lector por antonomasia. No puede ser un lector ingenuo, sino que tiene que ser preciso, minucioso e informado; y leer el texto con conciencia de que ahí hay interferencias, relaciones con otros textos. Pero a partir de ahí… ¿Tú has oído que se tilde de traidor a un músico que interpreta una obra de Bach, Beethoven o Mozart? ¿O a un director de teatro que hace una intervención drástica para traer a Hamlet al siglo XXI? El traductor está ahí, con su bagaje cultural, su interpretación de la realidad, su idiolecto y sus palabras. No es un actor invisible, es un actor. Y en el cruce entre el libro y ese intérprete, en ese punto de fusión, es donde se produce el sentido, porque nos podríamos preguntar qué es una obra que está en un cajón metida y que nadie lee. ¿Existe como tal o existe desde el momento en que unos ojos y una cabeza la leen y la interpretan?
Dices que para traducir literatura lo más importante es identificar la mirada del autor. ¿Cómo se hace eso?
Me refiero a que no podemos traducir desde hoy, desde nuestra mentalidad y nuestro lenguaje actual, sin tener en cuenta cuál es la mirada del autor. Es decir, dónde se sitúa, desde que perspectiva mira el mundo, las ideas, el género… Por ejemplo, he visto algunas traducciones de Virginia Woolf en las que se tienen en cuenta cuestiones sobre el género y el lenguaje que no son para nada las suyas, que son anacrónicas. Tenemos que situarnos en la mirada del autor. ¿Quién es? ¿Dónde se coloca? ¿En qué tradición se incluye? ¿Desde qué ángulo mira el mundo? En esa intersección, en esa unión entre la mirada del traductor y la mirada del autor es donde nace la obra traducida.
¿Cómo saber que se ha entendido realmente lo que el autor quería?
Tienes que arriesgar, como siempre. Una nunca está segura del todo, lo que pasa es que estás más seguro cuanto más investigas sobre el tema. Hay una anécdota que cuento en el libro que es muy graciosa. Virginia Woolf al final de su vida habla de los chicos que estudiaban en Cambridge antes de la Primera Guerra Mundial, muchos de ellos una panda de señoritingos que se dedicaban a gastar bromas pesadas. Bueno, pues como habían muerto en la guerra los habían ascendido a los altares como héroes caídos, pero ella cuenta, por ejemplo, que se dedicaban a llevar a los oficios religiosos de la universidad bath chairs llenas de ratas que luego soltaban. Por más vueltas que le daba, yo no podía entender cómo podían meter ratas en una silla de baño y llevarla de un sitio a otro. Finalmente, un amigo exalumno de Cambridge, ya muy mayor, me dijo que no eran sillas de baño sino sillas de Bath, una ciudad de balnearios. Allí había unas sillas en las que se transportaba a las personas mayores o con problemas de movilidad que iban a tomar las aguas. Y esas sillas tenían una especie de capota para cubrir las piernas. Entonces, lo que llevaban a los servicios religiosos eran esas sillas y metían las ratas en la capota. Siempre va a haber un lugar para la incertidumbre, pero tu interpretación ha de tener una base sólida, que puedas decir se non è vero è ben trovato. Claro que te puedes equivocar –estoy segura de que en todas las traducciones hay errores–, pero es mal difícil que los errores sucedan si hay una base previa de investigación.
¿Es posible enseñar a traducir?
Como todo en la vida, hay cosas que se pueden enseñar y otras que no. Yo creo que se puede enseñar a leer como un traductor. Es decir, a leer con ojo láser, que diría yo. No puedes hacer una lectura ingenua y decir: “ay, no sé por qué el autor dice esto”. Tienes que averiguarlo, investigar hasta que lo entiendas. También se puede enseñar todo lo que tiene la traducción de lingüístico: a escribir bien, a puntuar, a ser correcto en la sintaxis, etcétera. Pero hay unas cualidades que, si no están en el individuo aunque sea de forma muy embrionaria, no se pueden enseñar. Yo procedo de la filología inglesa, pero no he tenido formación como traductora. He tenido que meter la pata para darme cuenta de dónde estaba el error. A los traductores más jóvenes que pasan por una formación se les ahorra todo ese trabajo.
¿Qué autor o autora que no has traducido hasta el momento te gustaría traducir?
Me gustaría mucho traducir a un par de poetas irlandeses: Patrick Kavanagh y Eavan Boland. Y a una poeta norteamericana que es en parte heredera de Moore: Elizabeth Bishop. Hay traducciones, pero me gustaría hacer mi propia versión. También a Louise Bogan, otra poeta norteamericana. Y, por supuesto, me encantaría seguir con las cartas de Woolf y Moore, que tienen unas correspondencias fabulosas, y con sus ensayos. Cada vez me apetece más poesía y ensayo que novela. Pero, en fin, el tiempo es limitado…
Eduardo Actis y Erica Delgado (Cultura Científica CSIC)

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